Este es el gran libro épico de la liberación, que remata en un canto heroico. El Señor penetra en la historia poniéndose al lado de un pueblo de esclavos, oprimidos por una de las potencias de la época. Como rescatador de esclavos, como defensor del derecho de los sin derecho, como salvador justiciero se presenta en la historia el Señor de la historia.
El Faraón resiste por razón de Estado: razón política, porque la minoría extranjera se está haciendo mayoría; razón militar, porque podrían convertirse en quinta columna del enemigo; razón económica, porque suministra trabajo de balde.
Es inevitable el choque de fuerzas. En diez rondas o turnos el Señor descarga sus golpes. Los primeros turnos quedan indecisos; al tercero, el Señor se impone; al séptimo, el Faraón reconoce su culpa; al décimo, los israelitas son empujados a salir. El autor último, utilizando textos diversos, compone un cuadro estilizado y grandioso, puntuado por diversas repeticiones, desarrollado con dinamismo contenido.
El Señor actúa, en parte, por medio de Moisés, el gran liberador humano, que repite por adelantado la experiencia del pueblo, se solidariza con él, lo moviliza. Se enfrenta tenazmente con el Faraón y va creciendo en estatura hasta hacerse figura legendaria.
El último acto se desenvuelve en un escenario cósmico: un desierto hostil que se dilata a la espalda, una agua amenazadora que cierra el paso al frente, un viento aliado que cumple las órdnes de Dios. En la batalla cósmica se consuma la derrota de un ejército prepotente y la salvación de un pueblo inerme.
Estos capítulos se clavan en la memoria del pueblo, convirtiéndose en modelo o patrón de sucesivas liberaciones: con la misma función penetran en el Nuevo Testamento y extienden su influjo e inspiración incluso a gente que no cree en ese Dios liberador. El Señor será ya siempre para Israel "el que nos sacó de Egipto, de la esclavitud".
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